XXIII

Mientras andaba por las galerías públicas del palacio de justicia, me sentía casi como libre a a mi gusto. Mas me abandonó toda mi resolución al ver abrirse delante de mí portezuelas bajas, escaleras secretas, salidas y entradas interiores, largos corredores ahogados y por decirlo así, sordo, a donde no entran más que los que sentencian y los sentenciados.
El escribano me acompañaba todavía. Pero el sacerdote se había separado para volver dentro de dos horas, que iba a emplear en sus negocios particulares.
Me condujeron al cuarto del director, en cuyas manos me dejó el escribano por una especie de cambio. Porque el director le suplicó que esperase un momento, anunciándole que tenía caza que darle, para llevarla desde luego a Bicêtre por retorno del carruaje. Esta caza será probablemente el reo de hoy que debe pasar la noche sobre la paja, que yo no he tenido tiempo de gastar. -Muy bien está, señor director, dijo el escribano. Esperaré un rato y haremos los dos procesos verbales a la vez. Me gusta la idea. Asi mataremos dos pájaros de una pedrada.
En el entretanto me depositaron en un gabinetillo contigo al del director, dejándome alli solo, pero o sin echar todos los cerrojos de sus puertas.
Ni sabía en lo que estaba pensando, si había pasado allí mucho tiempo, cuando una repentina y violenta carcajada de risa me arranco de mi letargo.
Levanté los ojos temblando y ví qu eno estaba ya solo en el cuarto, sino con un hombre como de 55 años de edad, de mediana talla, arrugado, quemaod del sol, canoso, formido de miembros, con ojos grises medio vizcos, lleno el semblante de amarga risa, súcio, andrajoso, casi ein cueros y de repugnantísimo aspecto. Sin duda se había abierto la puerta del gabinete, lo había vomitado y vuéltose a cerrar sin que yo lo percibiera. Oh si pudiese venir la muerte del mismo modo!
Mi nuevo compañero y yo nos miramos por algunos segundo fijamente. El prolongando su risa que parecía un relincho y yo medio confuso, medio espantado.
-Quién es usted? le pregunté al fin.
-Pues me gusta la cuestecilla! me respondió. Un birlesco de primera tijera.
-Un berlerso! Y qué quiere decir eso? Esta nueva pregunta redobló su jovialidad y gresca.
-Eso quiere decir, me balbució en medio de una carcajada que el buchí enjugará al canastillo rojo con mi cabeza en seis semanas, como va a hacer con la tuya a las seis.Ha! Ha! Ha! Ya parece que le vas entrando al asuntillo.
En efecto, yo estaba pálido y se me erizaban los cabellos. Este era el otro reo, el sentenciado de aquel día, el mismos que esperaban en Bicêtre, mi heredero, en una palabra. Luego continúo así.
-Com se han de decir las cosas? No me crees? Pues escucha mi historia. Yo soy hijo de un excelente escobon de bolsas, lástima fue se le antojase un dái a Andresillos ponerlo el corbatín a mi padre. Fue esto cuando todavía reinaba la horca, por la gracia de Dios. A los seis años ya no tenía yo ni padre ni madre. Pasaba los veranos dando vueltas de campana por el polvo, al borde de los caminos reales, para que me echaran un cuarto por las portezuelas de las sillas de posta. En el invierno iba a pie, desnudo y sin calcorros por el fango, soplándome los dedos para mitigar el frío y enseñando los muslos por las roturas de los pantalones. A los nueve años empecé a servirme de mis garfios y de cuando en cuando limpiaba una faltriquera o le ponía los cinco a una pañosa. A los diez ya jugaba yo de manos como un arlequin. Luego, ya se vé, como un hombrre se relaciona poco a poco, a lo diez y siete ponía un camino como la plata de limpio. También metí la calabaza por la cerradura de un tendajo y me perfeccioné en el manejo hasta llegar a rey de los calabaceros. Entonces me atraparon y como tenía la edad, me enviaron a escribir por las mares. Las galeras son duras. Duerme uno sobre una tabla, no bebe más que agua, come pan negro y va siempre arrastrando una maldita bola de hierro qu epara nada sirve. Hay además trancazos y rayos de sol que se meten en los sesos. También le pelan a uno y yo que tenía unos cabellos castaños... Pero no importa! Cumplí mi condena de quince años y diez y siete que iban treinta y dos. Una mañanita me pusieron en la mano mi pasaporte y como sesenta y seis pesetillas que había juntado en mis quince años de de galeras, trabajando diez y seis horas cada día, treina días cada més y dose meses cada año. Pero lo mismo dá. Yo estaba resuelto a ser hombre de bien con mis doscientos sesenta y cuatro reales y tenía mejores deseos y mejores sentimientos debajo de mis trapos que suele contener las sobrepelliz de un mochilon. Pero el diablo tenía el tal pasaportito que habían dado. No era blanco como los otros, sino pajizo y llevaba escrito encima: presidario cumplido. Y ya se vé, había que enseñarlo por todas las caleas por donde pasaba y que presentárselo todas las semanas a los concejales del lugarejo a donde me habían destinado. Vaya una recomendación! Presidario cumplido! Me tenía la gente miedo. Huían los chiquillos de mí y me cerraba todo el mundo las puertas. Nadie quería darme trabajo. Así me comí mis sesenta y seis pesetas y me quedé ya sin saber como vivir. Enseñaba yo lo buenos y robustos brazos que tengo para trabajar y me daban con la puertas en los ojos. Me ofrecía a rebentarme todo el día por una peseta, por media, por un real o por menos. Peorn no había remedio. Qué había de hacer? Un día que me devoraba la carpanta, le dí un codazo a la vidriera de un panadero, le eché los cinco a un bollo y el panadero me los echó a mí: no m comí el pan y me sentenciaron a galeras perpetuas, herándome las espaldas con tres letras de fuego, yo te las enseñare si quieres verlas. Esta clase de justicia se llama aquí en Francia la recidiva. Y me tienes de caballo de retorno. Por aquella vez me enviaron a Tolo con los gorros verdes. Era necesario escaparse. No tenía para hacerlo más que tes muros que romper y dos cadenas que limar y a un clavo se reducián todas mis herramientas. Al fin logré tomar las de Villadiego. Tiraron muchos cañonazos de alarma, porque somos nosostros como los cardenales de Roma, que van estidos de encarnado y les hacen slava cuando se ausentan. Pero no les sirvió la pólvora más que para espantar gorriones. Entonces no tenía pasaporte pajizo, pero tampoco tenía pesetas. Luego me encontré algunos camaradas que habían también cumplido su tiempo o roto sus cordones. El capitán me propusó tomar plaza con ellos y andar por los caminos despenando gentes. Acepté el envite y me puse a matar para vivir. Unas veces caía una diligencia, otras una silla de posta o un calcatrife o mercader a caballo. Se le tomaban los ochavos, se dejaba ir al acaso el animal o el carruaje, se enterraba al amo debajo de un árbol, teniendo cuidado de que no le saliesen los pies y se danzaba después sobre la huesa para igualar la tierra y que no pareciera que se acababa de revolver. Así e he ido envejeciendo poco a poco, anidándome en las espesuras, durmiendo a la luz de las estrellas, seguido de bosque en bosque, pero libre a lo menos y dueño de mí mismo. Todas las cosas tienen su fin, tanto estas como los demás. Los gendarmas me pusieron una noche la mano en el collarin. Mis camardas se largaron. Yo que era el más viejo me quedé entre las uñas de estos gatos con sombrero de galón. Aquí me trajeron. Ya había yo subido todos los escalones de la escalera menos uno. Para mí lo mismo era y haber robado un pañuel que muerto un hombre. Pero aún habia una recidiva que aplicarme y esta era ponerme en las manos del verdugo. Mi proceso ha sido bien corot, así como así ya yo empezaba a sentirme cascadillo y casi inútil. Mi padre se casó con la viuda. En cuanto a mí yo me retiro a la abadía de Monte angustias. -Con que se acabó el cuento. Me había yo quedado estupefacot al oir auqella relación, lo cual acrecentó mucho la risa de mi compañero y aun le hizo adelantarse hacia mí para darme la mano. Yo retrocedí horrorizado. Sabes lo que estoy mirando? buen mozo? me dijo, que no tienes facha de valiente. No vayas a hacer el mandría delante de la carlina, porque todo se reduce a pasar un mal rato en la placarda. Pero aquello no dura u tris que digamos. Así estuviera yo alli, yo te enseñaría a dar la voltereta. Por el sol del cielo que estoy tentando no apelar si quieren trincharme hoy contigo. El mismo cura nos serviría a los dos. Por lo demás, tanto me importa ser tu heredero como dejar de serlo. Ya ves que soy un buen muchacho. Con que, quieres o no? Entre amigos?
Diciendo esto, dió otro paso para acercarse a mí, presentandome la mano derecha.
Mil gracias, le respondí, retirando la mía.
Nuevas y mayores risotadas.
-Con que caballero, vuesarced será quizá marques? Nada menos que marques es el tal señorito!
Yo le interrumpi. -Buen hombre, le dije, tengo necesidad de recoger mis pensamientos dentro de mi mismo. Déjeme usted e paz por Dios.
La gravedad de mis palabras le puso súbitamente pensativo y moviendo la cana y casi calva cabeza y rascándose con las uñas el velludo pecho que se veía por las aberturas de la camisa: Lo entiendo, murmuró entre dientes. Ya estoy en ello. El javalí. Y después de algunos minutos de silencio. -Vea usted ahí lo que son las cosas, me dijo casi tímidamente. Usted es marques. Sea muy enhorabuena. Pero tiene usted puesta una hermosa levita, que para el caso no le sirve y de cosa ninguna. El buchí le echara el guante. Démela usted a mi para venderla y gastar el dinero en tabaco.
Me quité la levita y se la dí. Y al recibirla rompió en espresiones de una alegría pueril, dando palmadas como loco. Viendo luego que me había yo quedado en mangas de camisa que estaba tiritando: Usted tiene frío, caballero, me dijo: Pongase usted esto. Llueve mucho y se mojaría usted todo. Ademas de que es preciso ir con decencia en la carretilla. Hablando así, se quitó una grosera chaqueta de lana blanquizca, por cuyas mangas me metió los brazos. Yo le dejé obrar a su gusto. Me apoyé después sobre la pared, sin poder entender el efecto que la vista de aquel hombre me causaba. El se divertía en el entretanto en examinar la levita que yo le acababa de dar, prorrumpiendo a cada instante en gritos y espresiones de alegría. Las faltriqueras están nuevas! - el cuello no está grasiento! Lo menos me dan quince pesetas por ella. Qué fortua! Tabaco tengo ya para las seis semanas que me quedan de vida! Volvió luego a abrirse la puerta del cuarto y entraron a buscarnos a los dos. A mí para llevarme al sitio donde los reos de muerte esperan la hora de la ejecución y a él para conducirlo a Bicêtre. Cuanto vió a los gendarmas, se puso en medio del piquete que debía acompañarlo, diciendo con risa: Cuidadito, señores mios! No vayan ustedes e equivocarse con mil diablos! El señor y yo hemos cambiado de peol. Pero él es él y yo soy yo. No me lleven ustedes en lugar suyo. Que maldito lo que me gustaría a mí que me quitaran el resuello ahora que ya tengo para tabaco.