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Avec la vivacité et la grâce
qui lui étaient naturelles
quand elle était loin des regards
des hommes, madame de Rênal
sortait par la porte-fenêtre
du salon qui donnait sur le jardin,
quand elle aperçut près
de la porte d’entrée
la figure d’un jeune paysan
presque encore enfant, extrêmement
pâle et qui venait de pleurer.
Il était en chemise bien blanche,
et avait sous le bras une veste fort
propre en ratine violette. Le teint
de ce petit paysan était si
blanc, ses yeux si doux, que l’esprit
un peu romanesque de madame de Rênal
eut d’abord l’idée
que ce pouvait être une jeune
fille déguisée, qui
venait demander quelque grâce
à M. le maire. Elle eut pitié
de cette pauvre créature, arrêtée
à la porte d’entrée,
et qui, évidemment, n’osait
pas lever la main jusqu’à
la sonnette. Madame de Rênal
s’approcha, distraite un instant
de l’amer chagrin que lui donnait
l’arrivée du précepteur.
Julien, tourné vers la porte,
ne la voyait pas s’avancer.
Il tressaillit quand une voix douce
dit tout près de son oreille
– Que voulez-vous ici, mon enfant?
Julien se tourna vivement, et, frappé
du regard si rempli de grâce
de madame de Rênal, il oublia
une partie de sa timidité.
Bientôt, étonné
de sa beauté, il oublia tout,
même ce qu’il venait faire.
Madame de Rênal avait répété
sa question.
– Je viens pour être précepteur,
madame, lui dit-il, tout honteux de
ses larmes qu’il essuyait de
son mieux. Madame de Rênal resta
interdite, ils étaient fort
près l’un de l’autre
à se regarder. Julien n’avait
jamais vu un être aussi bien
vêtu et surtout une femme avec
un teint si éblouissant, lui
parler d’un air doux. Madame
de Rênal regardait les grosses
larmes qui s’étaient
arrêtées sur les joues
si pâles d’abord et maintenant
si roses de ce jeune paysan. Bientôt
elle se mit à rire, avec toute
la gaieté folle d’une
jeune fille, elle se moquait d’elle-même,
et ne pouvait se figurer tout son
bonheur. Quoi, c’était
là ce précepteur qu’elle
s’était figuré
comme un prêtre sale et mal
vêtu, qui viendrait gronder
et fouetter ses enfants !
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Salía la señora de Renal,
con la vivacidad y gracia que le eran
peculiares cuando se veía lejos
de las miradas de los hombres, por
la puerta del salón que daba
acceso al jardín, cuando vio,
junto a la verja de entrada, el rostro
de un joven, casi un niño,
extremadamente pálido y que
acababa de llorar. La tez del joven,
que estaba en mangas de camisa, era
tan blanca, y sus ojos miraban con
dulzura tan notable, que el espíritu
de la señora de Renal, un poquito
inclinado por naturaleza a lo novelesco,
creyó al principio que acaso
fuese una doncella disfrazada que
deseaba pedir algún favor al
señor alcalde. Llena de compasión
hacia aquella pobre criatura, que
evidentemente no osaba llevar su mano
hasta el cordón de la campanilla,
la señora de Renal se aproximó,
sin acordarse por el momento del disgusto
que le producía la llegada
del preceptor de sus hijos. No la
vio llegar Julián, que estaba
vuelto de espaldas; de aquí
que se estremeciese cuando una voz
muy dulce dijo cerca de su oído
-¿Qué desea usted, hija
mía? Giró con rapidez
sobre sus talones Julián, quien
ante la mirada dulce y llena de gracia
de la señora de Renal, perdió
buena parte de su timidez. La belleza
de la dama que tenía delante
fue parte a que lo olvidara todo,
incluso el objeto que a la casa le
llevaba. La señora de Renal
hubo de repetir su pregunta.
-Vengo para ser preceptor, señora-
pudo responder al fin, bajando avergonzado
los ojos, llenos de lágrimas
que procuró secar como mejor
pudo. La señora de Renal quedó
muda de asombro. Julián no
había visto en su vida una
criatura tan bien vestida, y mucho
menos una mujer tan linda, hablándole
con expresión tan dulce. Ella,
por su parte, contemplaba silenciosa
las gruesas lágrimas que resbalaban
lentas por las mejillas del joven,
pálidas, muy pálidas
momentos antes, y sonrosadas, intensamente
sonrosadas ahora. Al cabo de breves
instantes, la señora rompió
a reír con la alegría
bulliciosa de una doncella traviesa;
se reía de sí misma,
de sus temores pasados, de sus aprensiones...
y se consideraba feliz al ver transformado
en un joven tan tímido, tan
dulce, al terrible preceptor que se
había imaginado como dómine
sucio y mal vestido, cuya misión
sería regañar y dar
azotes a sus hijos.
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